martes, 5 de febrero de 2013

¿Qué clase de hombre comparte sus galletas con la muerte?


“Me pondría en camino y no miraría atrás. Iría adonde no pudiera encontrar uno solo de los días que he conocido. Aunque tuviera que dar media vuelta y desandar hasta el último palmo de ese terreno. Y luego seguiría cabalgando.”
 ( Ciudades de la Llanura)




Anoche me atrapó un libro. Lo terminé y aún no me ha soltado. Hay un culpable.



Cormac MacCarthy no concede entrevistas y vive de forma austera eludiendo la fama producida por sus 10 novelas. Dicen que vivió como vagabundo. Un enigmático que debería tener un premio Nobel.  Un hombre que escribe a martillazos o disparos, que a veces no usa signos de puntuación y que descubrió un nuevo arte de narrar diálogos.

Nunca he leído a nadie tratar de forma tan científica y poética la condición humana. Nunca he leído a nadie tan descarnado, tan realista, pero a la vez tan magistralmente onírico. McCarthy escribe desde el profundo conocimiento de la vida y la muerte, desde el punto de vista de aquel que, como sus personajes, ha descubierto que la belleza y la pérdida son una misma cosa.  Escribe como escribiría un hombre endurecido por el tiempo pero con un corazón de niño. Relatos de dolor y de amor, de hambre y sed insaciable, de pobreza y desarraigo, de llanuras y caballos, de fronteras y violencia, de sueños, anhelos, viajes y el paso del tiempo, de voluntades ardientes y destinos inabarcables. De la humanidad como farol de una incógnita y la naturaleza como sempiterna verdad, pura e incomprensible.



Si no lo habéis leído, sólo añadiré que es un maldito maestro. Alguien que sabe que no hay verdadera narración sin preguntas. Sus libros dejan ecos que perduran después de la última página. McCarthy te desgarra mientras lo lees, y al terminar te apacigua. Como buen domador de caballos, te deja marcado con hierro y su fuego nunca te abandona.

lunes, 4 de febrero de 2013

Hombres de fe


“La duda, decía, liberará a los hombres. ¡La duda, no la verdad!


Las creencias eran los fundamentos de las acciones. Los que actuaban sin dudar, decía, actuaban sin pensar. Y los que actuaban sin pensar eran esclavizados.
Eso era lo que hubiera dicho Achamian.
En una ocasión, después de escuchar cómo su querido hermano mayor, Tirunmas, describía su angustioso peregrinaje a Tierra Santa, Proyas le había dicho a Achamian que quería ser Caballero Shrial.

- ¿Por qué?- había exclamado el corpulento Maestro.

- ¡Para poder matar infieles en la frontera del Imperio!
Achamian alzó las manos hacia el cielo, consternado.
- ¡Niño idiota! ¿Cuántas fes hay? ¿cuántas creencias compiten entre sí? ¿Y tú asesinarías a otro con la exigua esperanza de que la tuya fuera la única?
- ¡Sí! ¡Tengo fe!
- Fe – repitió el Maestro, como si recordara el nombre de un odiado enemigo- Pregúntate, Prosha… ¿y si la elección no es entre certidumbres, entre esta fe y aquella, sino entre la fe y la duda? ¿Entre renunciar al misterio y abrazarlo?”

-          Príncipe de Nada. R. Scott Baker –



Un hombre de fe nunca duda. Jamás.

Su convicción traspasa montañas. Sus creencias son verdades universales incuestionables.

La verdad de un hombre de fe no acepta las pruebas, ni el contraste. Es imperecedera, aunque no posea las características de la verdad. Un hombre de fe es, por definición, intolerante.

Cuando un hombre de fe intenta razonar, su razonamiento parte de la conclusión que desde un principio ha autoimpuesto como válida. La conclusión nunca es un producto del razonamiento.

Los hechos que pueden cuestionar la fe de un hombre así no se llegan a considerar, puesto que no son hechos, son mentiras. Los sentidos engañan si muestran algo que su mente no acepta.

Aunque un hombre de fe pueda conocer las armas blancas, nunca entenderá de navajas de Ockham. Si la realidad no se amolda a su fe, se saltará esa realidad o buscará un camino enrevesado que la rodee.

Un hombre de fe tiende a formar parte de ejércitos de fanáticos. Porque la fe no exige esfuerzo. Es fácil de vender en paquetes ligeros.

Los hombres de fe pueden llegar a cometer los actos más terribles, puesto que cualquier horror es pequeño si hay ausencia de dudas.

En algunas ocasiones, la posición de un hombre de fe puede parecer una rebeldía romántica contra lo establecido. Pero un hombre de fe no se rebela para buscar contraste o explicaciones. Se rebela porque el contraste y las explicaciones no encajan con su fe.

Aunque religión y fe son conceptos distintos, ciertos hombres de fe son religiosos. Otros son hinchas de un equipo de fútbol, o seguidores de un partido político.

Los hombres de fe son constantes. Siempre han acompañado a la humanidad a lo largo de la Historia.

Eran hombres de fe los que quemaron a Giordano Bruno. Fueron hombres de fe los que asesinaron a Victor Jara.

Es un hombre de fe aquel que lanza un mechero a un árbitro por un fuera de juego.
Son hombres de fe los que ven ondear la bandera clavada en la luna, los que piensan que Elvis nunca murió, que la CIA provocó el 11S…
Son hombres de fe los que sostienen aún que la Tierra esplana, los que dicen que el hombre no tiene nada que ver con el chimpancé y que la mujer salió de una costilla. 
Son hombres de fe los que defienden que el Sol gira alrededor de la Tierra

Son hombres de fe los que leen La Razón pero nunca la usan.



Últimamente veo muchos hombres de fe.

domingo, 3 de febrero de 2013

Seis meses de invierno


Soy inconstante conmigo mismo.

Aceptemos eso. Abrecémoslo como una pequeña verdad absoluta. Pequeña, pero verdad. Resulta que las verdades siempre vienen bien cuando se trata de retomar tareas olvidadas. Son útiles como frases de inicio, pues parece que dan asidero a todo. Reorganizan el pensamiento, incluso cuando en la verdad se esconde la inconstancia.

Soy inconstante conmigo mismo, y supongo que eso significa que siempre acabo condenado a utilizar ecuaciones complejas para resolver operaciones que debieran resultar mucho más sencillas. Ser inconstante con uno mismo, se traduce, a niveles menos matemáticos, en esta perentoria necesidad de tardes reflexivas, de guardar pensamientos en libretas y de colocar puntos en determinadas fechas. A veces, cuando no me siento acompasado con el movimiento del mundo, me mareo. Llegan cambios de versiones, escribir canciones, obligarme a dormir mucho más para soñar, leer, pasear…  listas de deseos y recetas de objetivos, para al menos hacerme creer que puedo llegar a bailar al compás.
Cuando me aburro de mi mismo
hago muñecos psicotrópicos con nieve
  o juego al escondite con el mundo


Nunca me ha gustado el invierno. No me gustan ni el frío, ni los días cortos, ni esa sensación de que la vida se extingue, o al menos se esconde asustada. Mis inviernos suelen ir ligados a situaciones de dolor y éste, como constante dentro de una vida inconstante, volvió a dejarme su poso de muerte poco después del cambio de año. También trajo recuerdos de tiempos pasados, melancolía de proyectos frustrados y un aniversario de mi vida abalanzándose contra un camión. Buenas semillas para un incremento de la desorientación, para el convencimiento de una necesidad de reprogramación.




Seis meses deslocalizado. Algunas mañanas me he despertado sin saber si estoy en mi cama, en la suya, en Calatayud, en Huesca, en Salamanca, en mi casa, en Madrid, en un piso de amigos o en un hotel. Muchas noches las paso dando vueltas y con mis piernas buscando el calor de otras que no están en ese lugar.
A la deslocalización geográfica se une la desmotivación con el tiempo que vivo y con el resultado de las decisiones que tomo. Es duro no sentirse dueño de tu propia vida y seis meses de fracasados intentos se traducen en largas listas de nuevos proyectos. Salir a correr. Romper con esa estúpida vergüenza al pasado y volver a la ciencia. Reencontrarme con la naturaleza. Escribir en el blog. Sonreir también cuando estoy a solas.


Lo último es muy importante.


Siempre me ha gustado la historia de la marmota Phil de Punxsutawney, más allá del recuerdo de Atrapado en el Tiempo. No como curiosa peculiaridad sociológica, y mucho menos como método de predicción estacional, pero sí como historia que esconde una poderosa fuerza poética.
No en vano, tenemos una marmota que predice el alargamiento o no del invierno basándose siempre en un único factor: el miedo a su propia sombra. En términos subjetivos, ella pensará que siempre acierta, pues es el miedo quien la obliga a volver asustada a su madriguera y a no salir de allí en un tiempo. Da igual si fuera las plantas florecen al día siguiente. Para ella, en su madriguera, seguirá siendo invierno.


Tal vez el fin del invierno sea algo también subjetivo para todos nosotros. Quizá llevo seis meses con una sed de eucatástrofe primaveral que me impide ver que la sensación de invierno y la desorientación son causadas por el temor a mi propia sombra. Tal vez la única necesidad de alegría parta de mí mismo, no del mundo.


Así que hoy he estado leyendo a Benedetti. Y anoche conseguí desembarazarme por un momento del ladrillo que muchas veces empareda mi mente. Por un momento volví a hacer volar ideas, por estúpidas que sean, sin fijarme en las formas de sus sombras. Hoy retorno a este proyecto y con intención de emprender otros nuevos. Tal vez mañana escriba sobre chimpancés. Tengo ganas de elogiar la alegría y compartirla con quien la merece.



Tal vez lo único que todos necesitamos es defender día a día la alegría.