“Me pondría en camino y no miraría atrás. Iría adonde no pudiera encontrar uno solo de los días que he conocido. Aunque tuviera que dar media vuelta y desandar hasta el último palmo de ese terreno. Y luego seguiría cabalgando.”
( Ciudades de la Llanura)
Anoche me atrapó un libro. Lo terminé y aún no me ha soltado. Hay un culpable.
Cormac MacCarthy no concede entrevistas y vive de forma austera eludiendo la
fama producida por sus 10 novelas. Dicen que vivió como vagabundo. Un enigmático
que debería tener un premio Nobel. Un
hombre que escribe a martillazos o disparos, que a veces no usa signos de
puntuación y que descubrió un nuevo arte de narrar diálogos.
Nunca he leído a nadie tratar de forma tan científica y
poética la condición humana. Nunca he leído a nadie tan descarnado, tan realista,
pero a la vez tan magistralmente onírico. McCarthy escribe desde el profundo
conocimiento de la vida y la muerte, desde el punto de vista de aquel que, como
sus personajes, ha descubierto que la belleza y la pérdida son una misma cosa. Escribe como escribiría un hombre endurecido
por el tiempo pero con un corazón de niño. Relatos de dolor y de amor, de hambre y sed insaciable,
de pobreza y desarraigo, de llanuras y caballos, de fronteras y violencia, de
sueños, anhelos, viajes y el paso del tiempo, de voluntades ardientes y
destinos inabarcables. De la humanidad como farol de una incógnita y la
naturaleza como sempiterna verdad, pura e incomprensible.
Si no lo habéis leído, sólo añadiré que es un maldito maestro.
Alguien que sabe que no hay verdadera narración sin preguntas. Sus libros dejan
ecos que perduran después de la última página. McCarthy te desgarra mientras lo
lees, y al terminar te apacigua. Como buen domador de caballos, te deja marcado
con hierro y su fuego nunca te abandona.